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CORAZÓN DE TINTA

Agua verde, cielo verde, de Mavis Gallant

La historia se inscribe dentro del realismo costumbrista, retratando un aspecto importante de la sociedad norteamericana de clase media durante aquellos años: la presión social y el todavía secundario papel de la mujer en las relaciones conyugales y familiares
MARÍA LUISA MARTÍNEZ 2018-11-20

"Quien carece de un país emocional puede considerar a otra persona su casa”.

 

Flor McCarthy lleva una existencia que a muchos podría parecerles idílica. Después del traumático divorcio de su madre, que ya no puede soportar seguir viviendo en América, ambas emprenden un largo viaje por Europa, recalando en ciudades como Venecia, Cannes y París. Pero el encanto es sólo aparente. Ambas dependen de la caridad de sus familiares y, oculta tras un velo de falso glamour, aparece frente a ellas la locura de un desarraigo marcado por la dependencia física y emocional.

 

La novela está estructurada en cuatro partes que bien pudieran ser independientes (probablemente en esto influye que Mavis Gallant era una gran escritora de cuentos), y en cada parte conocemos a Flor y a su madre Bonnie a través de los ojos de distintos personajes: George, primo de Flor, Wishart, un americano que se aprovecha de la buena fe de Bonnie durante las vacaciones, o el marido de Flor, Bob Harris. Son distintos momentos, distintas localizaciones, pero siempre está presente la sensación de desarraigo de los personajes y su desesperanza porque nada es como desearían. Voces calladas. Estamos ante una gran narradora y observadora de la fragilidad de la naturaleza humana. 

 

Agua verde, cielo verde fue publicada originalmente en 1959. La historia se inscribe dentro del realismo costumbrista, retratando un aspecto importante de la sociedad norteamericana de clase media durante aquellos años: la presión social y el todavía secundario papel de la mujer en las relaciones conyugales y familiares. De ahí que su lectura hoy resulte un poco anacrónica, bien que algunos elementos y temas son universales.

 

A poco que ahondemos en la vida de la propia Mavis encontramos que ese desarraigo, ese exilio, tiene su raíz en su propia historia. Nació en Montreal en 1922, aunque su madre era estadounidense y su padre británico. Desde los cuatro años fue educada en internados y, cuando su padre murió cuando ella tenía sólo diez, su madre se casó inmediatamente después trasladándose a Estados Unidos. Sin embargo, Mavis tardaría años en enterarse de la muerte de su padre y mientras recorría un internado tras otro (hasta un total de diecisiete) nunca dejaba de esperar que éste acudiese a rescatarla. Jamás perdonó a su madre ese abandono, llegando incluso a decir que ella «tuvo una madre que no debió tener hijos» y tampoco logró superar la muerte de su padre. Tras contraer un breve matrimonio nunca más volvió a casarse ni a tener hijos, situaciones que consideraba incompatibles con su libertad y su pasión por escribir. Se prometió a sí misma que sería escritora antes de cumplir los treinta: a los veintiocho dejó su trabajo en un periódico y se concedió dos años para lograrlo, prometiéndose que si no lo conseguía rompería cada trozo de papel que contuviera un texto suyo. Decidió que su carrera sólo podía despertar en Europa, siguiendo la estela de F. Scott Fitzgerald o Ernest Hemingway. Antes de dejar Canadá, había enviado un relato al New Yorker que fue rechazado, pero le pidieron más trabajos para valorar. Publicaron el segundo cuento que mandó y, aunque envió más obras, no volvió a tener noticias hasta mucho después. En 1950 viajó a Italia y a España donde malvivió empeñando en el Monte de Piedad su máquina de escribir y el anillo de su abuela; mientras sobrevivía comiendo pan con mortadela, su agente neoyorquino le ocultaba que el New Yorker seguía publicando sus relatos y se quedaba con los cheques que le enviaban. Cuando por azar encontró en una biblioteca un ejemplar de la revista con uno de sus textos, escribió airada para protestar; pero no lo hizo por no haberlo cobrado, sino porque el texto tenía una errata y reclamaba su derecho a corregir pruebas. El editor del New Yorker, William Maxwell, contactó con ella desvelando la estafa de su agente y convirtiéndose en uno de sus mejores amigos. Finalmente se estableció en París, donde vivió el resto de su vida.

 

 

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