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EL ARTICULARIO DE PACO VILLENA

"Les alameretes", un paseo por el tiempo

Francisco Villena 2016-11-22
Francisco Villena
Francisco Villena


En Valencia disfrutamos casi siempre de un clima suave y soleado. Con inviernos muy cortos pero con veranos muy largos, húmedos y sudorosos. Demasiado largos quizá. Muchas veces ya arranca el calor en mayo y hasta bien entrado octubre el calor aprieta acompañado de una humedad que empapa cuerpos y ropas al menor movimiento. Con cambio climático o sin él, siempre ha sido así que uno recuerde y ya son años. Actualmente, la manera de combatir el verano valenciano es con aire acondicionado o, mucho mejor, en la orilla del mar. En l'estiu la platja, nos recomendaban siempre nuestros mayores. Y es verdad, el azul marino de nuestro frente litoral, la brisa, el llevant y el llebeig nos salvan del derretimiento. Este calor, casi insoportable, que hemos padecido muchos meses de este año me ha transportado a los recuerdos de mi infancia a principios de los 60 en el barrio del Carmen. Entonces vivíamos junto al Portal de Valldigna. En aquella época, como ahora, el calor en la casa se trataba de evitar abriendo de par en par ventanas y balcones a primera hora y entornándolos en las horas altas de sol para conservar el fresco de la mañana. Eso de "ponent, aigua fresca i vi calent" los valencianos nos lo sabemos desde pequeñitos de tantas veces escucharlo. Nuestras madres y tías se aliviaban del calor veraniego con abanicos y palmitos. En los sesenta ya existirían, por supuesto, los ventiladores pero yo no lo recuerdo bien, lo que sí que recuerdo es que yo no sabía entonces que era ni había visto nunca el aire acondicionado. Sí que recuerdo, en cambio, la televisión Philips en blanco y negro, presidiendo el comedor, que había que apagar, de vez en cuando, porque decían que se calentaba. También recuerdo las neveras con hielo.



Todas las madres del barrio del Carmen, al caer la tarde, acostumbraban a sacarnos a los niños de paseo para que nos diera el aire fresco a las alameditas de Serranos, "a les alameretes de Serrans". Siempre el mismo recorrido, salíamos por la calle Baja hasta llegar a la plaza del Árbol, luego alcanzábamos la plaza del Carmen, cuyo convento da nombre al barrio, y todo recto por la calle Padre Huérfanos hasta Blanquerías y ya estábamos en las alameditas. En les alameretes de Serrans el calor ya era otra cosa. Sobre todo si soplaba levante y llegaba con fuerza la brisa del mar por el cauce del río. Pueden hacer la prueba hoy en día y comprobaran que es verdad lo que les digo. Salgan de las estrechas y sinuosas callejuelas medievales de los barrios del Carme y de Roters y verán que cuando lleguen al río, a las alameditas, la sensación térmica será bien distinta pues el aire fresco del mar aliviará, en gran medida, sus agobiantes calores. El trazado medieval de estas calles, su estrechez y orientación, evidencia que en gran medida que las ciudades, sus calles y casas, se construyeron teniendo en cuenta los factores climáticos en la medida de lo posible.



Los domingos había cambio de planes para el paseo y el recreo familiar. O nos íbamos toda la familia a pasar el día a la playa del Saler y su pinada con el Seat 600, o nos acercábamos a la Virgen, a rendir saludo a La Cheperudeta y echar comida a las palomas de la plaza. Y luego, por la calle San Vicente, hacia el paseo de Russafa, como toda la vida han hecho los valencianos de su paseo en día de fiesta. Al menos, tenemos constancia de que así lo han venido haciendo desde hace mil años. En tiempos de la Valencia musulmana, la muralla que mandó construir el rey Abd al-Aziz al-Mansur, que reinó con sabiduría la taifa de Balansiya desde 1021 a 1061, encerraba la medina de Valencia, quedando junto al río y fuera de la muralla el arrabal o barrio de los artesanos textiles de Roters. Los valencianos de aquellos años, fueran musulmanes, judíos o mozárabes, sufrían, al igual que nosotros hoy en día, el riguroso verano y salían en cuanto podían del laberinto de callejas y numerosos azucats, callejones sin salida, de la medina, hacia las ventiladas por la brisa riberas del río frente a los puentes. Al-Yisr, el puente, llamaban los musulmanes al ancho prado formado en la ribera del río Guadalaviar que se extendía extramuros frente al arrabal de Roters, el puente de Serranos (al-Qantara) y hasta el puente de la Trinidad (al-Warráq), lo que coincidiría con les alameretes de hoy en día. También los más andarines podían optar por desplazarse hacia los frondosos jardines de la cercana alquería de Russafa de fama universal en la literatura islámica, y lo harían por el camino del mismo nombre que arrancaba desde la puerta de Báytala, que se encontraba a unos metros más allá de la iglesia de San Martín, que entonces era mezquita, en la calle de San Vicente.



El gran poeta valenciano Ibn al-Abbar (Valencia, 1199-Túnez, 1260), secretario del rey Zayyán que firmó la capitulación de Valencia a Jaime I de Aragón el 29 de septiembre de 1238, nos ha dejado testimonio de estas costumbres en un melancólico poema escrito desde su forzado y trágico exilio tunecino que le costó la vida:



"Nadie siente más añoranza que yo

por una vida que pasó entre Russafa y al-Yisr.

Paraíso en la tierra de sin igual belleza,

por el cual corren las acequias en todas direcciones."



En el fondo, tampoco hemos cambiado tanto de costumbres los valencianos desde entonces. Nos sigue apasionando la música y la pólvora, nos encanta el arroz, la horchata, las frutas y hortalizas, los dulces de almendra, los turrones y los buñuelos de harina o calabaza. Regamos nuestros campos con agua de las mismas acequias y con las mismas normas se rigen los regantes. Seguimos maravillándonos con las puestas de sol de La Albufera, el pequeño mar, y pescando en sus aguas. Nos gusta lo recargado, el lujo, el boato y hacer calle. Y seguimos yendo a pasear a les alameretes (al-Yisr) y a Russafa, tal y como nos lo cuenta Ibn al-Abbar al recordar su Valencia natal, "un paraíso en la tierra de sin igual belleza". 

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